Del uno al cinco
UNO
Si algo puede salir mal, es porque también puede salir bien. ¿Qué es lo que más te asusta?
Esa fue la pregunta que más me costó responder. Mi respuesta no estaba entre las posibles en el cuestionario. A mí lo que más me asustaba era que no pasara nada. Nada en absoluto. Y que todo se quedara como estaba.
DOS
El cuestionario de personalidad había sido idea de mi tía. Bueno, en realidad era una prima segunda de mi padre, pero siempre la llamaba tía. Fui a vivir con ella después de que muriera mi hermana, que era 13 años mayor que yo. Sin ella, me habría quedado sin sitio a donde ir, pero como no me conocía (ni yo a ella), me sugirió que hiciera ese test. Pensé que podría darme ideas de qué hacer con mi vida. Resultó que no me dio demasiada información nueva. Lo que sí me hizo entender era que necesitaba un cambio ya. En ese momento.
Estaba en la ruina, viviendo por caridad con una señora mayor con la que se suponía que me unía algún vínculo invisible pero ninguno afectivo y, además, no tenía ni idea de cómo iba a llenar todos esos años que seguramente me separaban aún del reposo. En resumen, estaba en blanco. Y eso era horrible.
TRES
Hasta ahí la introducción. Ahora debería venir el nudo, porque de otra manera esta historia no sería muy entretenida. Pero la vida no funciona así. Lo que pasó a continuación fue que la introducción se alargó y se alargó... Estuve varios meses en blanco. Intentaba salir de él, pero no sabía cómo.
Vivíamos en el campo, casi aisladas, así que la formación no parecía una opción viable. Mi tía había tenido tierras de joven, pero las había ido cediendo a personas que sí sabían cuidar de ellas a cambio de ciertas comodidades que le fueron permitiendo llegar a su avanzada edad sin haber tenido que trabajar nunca. La perspectiva de llevar una vida similar me daba arcadas de disgusto. Se ve que no tenía más pariente que yo, así que cuando falleciera esas comodidades serían para mí, a no ser que yo decidiera vender definitivamente la casa y mudarme a otro lugar. Me lo repetía en cada cena. Yo asentía y reprimía un suspiro que podría dejar escapar mis ganas de vivir.
Gradualmente fui aceptando que tendría que esperar a que mi tía falleciera, cosa que no parecía dispuesta a hacer, o fugarme e intentar llegar a la ciudad por mis propios medios. Una vez, al poco de llegar a la casa, le sugerí a mi tía que llamara a un taxi y que pasáramos el día en el centro, pero casi le dio un ataque de ansiedad, así que no volví a intentarlo. Lo último que necesitaba eran cargos por homicidio involuntario o algo por el estilo. Aunque igual podría conocer a alguien interesante en los juzgados...
Poco a poco la monotonía se fue adueñando de todo y hasta llegué a comprender a mi tía y su reclusión voluntaria. Finalmente, como habrá adivinado ya el lector, llegó un cambio. Bueno, en realidad solo llegó una débil perspectiva de cambio, pero eso era todo lo que necesitaba para despertar de mi letargo.
CUATRO
Una mañana, me levanté antes que mi tía, cosa que solo pasaba cuando ella se encontraba mal o, lo que es lo mismo, una vez al año. Recogí el correo y encontré, entre cartas aburridas, un pequeño cuadrado de papel que anunciaba a un constructor de piscinas privadas. Me hice un café y desayuné. Mi tía seguía en la cama. Yo estaba sola en la planta baja, desayunando. El café quemaba. El papel seguía anunciando piscinas. Privadas. ¿Para qué íbamos a poner una piscina en el patio? ¿Para mi tía? Me reí, rompiendo un silencio raro. Ni sabía cuándo me había reído por última vez. Llamé al constructor y me dejé llevar.
Cuando mi tía se recuperó de su indeterminado malestar general al día siguiente, se encontró abriendo la puerta a un albañil que llevaba ropa sucia de albañil y cara morena de albañil. Corrí a recibirlo. Nos sentamos los tres en la cocina y mi tía estuvo muy callada. El albañil habló de posibilidades, de presupuestos, de lo que podría durar la obra, del mantenimiento que solían necesitar las piscinas. Quedamos que le volvería a llamar para comunicarle nuestra decisión, muchas gracias, adiós, que tenga un buen día. Cerré la puerta y me giré, un poco asustada. Miré a mi tía y me dijo: "Me parece bien".
CINCO
La obra terminó justo a tiempo para el inicio de verano. Un día, uno de los campesinos que labraban las tierras que mi tía había cedido llamó por teléfono. Le contó que su padre, que vivía en otro pueblo, había tenido algún problema de salud y que no quería llevar a los niños, de solo 4 y 6 años a ver a su abuelo al hospital. No llamaría si tuviera otra opción, sentía mucho molestar a mi tía, pero ¿podría dejarlos en la casa hasta mediodía? Hasta ese momento no había creído a mi tía capaz de hablar en un tono de voz dulce. "Que traigan traje de baño, si les gusta bañarse". Entonces no dije nada por si todo era un sueño, pero ¿a qué niño no le gusta una piscina?
Los niños, Lola y Dieguito, llegaron una hora después y convirtieron ese día en el primero de mi "después". El "antes" había durado demasiado. Correteaban, se reían, tenían miedo durante un segundo y se sorprendían de las cosas más normales, lo mojaban todo con sus chanclas y su emoción y lo empapaban de vida. Mi tía no se quedó a verlo y me dejó a mí a su cuidado, pero no importaba. Me pareció que sus padres volvieron a por ellos en un santiamén, aunque cuando entré a comer vi que habían pasado cinco horas. ¡Qué barbaridad!
Ah, pero lo bueno había llegado a su fin. Ahora me tocaba afrontar un largo verano que se presentaba caluroso y vacío.
Pues no. Los niños se lo habían pasado en grande y resulta que, a diferencia de nosotras, ellos no vivían aislados, sino que tenían amigos y familiares cercanos. Se corrió la voz. La piscina se llenó de flotadores, pelotas y pistolas de agua. Siempre se quedaba alguna madre, padre o tío adulto a vigilar a los revoltosos conmigo, así que nos repartíamos las preocupaciones y tenía a alguien con quien hablar. Era agotador. Los días terminaban y solo quería acostarme, pero hasta entonces nunca hubiera imaginado que podía sentir tantas cosas en un solo día.
Sí, había gastos, la piscina requería productos y cuidados, pero a cambio retornaba experiencias y le daba sentido al verano. La balanza ni siquiera hacía falta.
Tres meses detrás de niños de varias edades me hicieron comprender que cuidar de ellos se me daba bien y que me llenaba. Mi tía lo vio el primer día que vinieron a casa Lola y Dieguito. Cenando, en vez de la historia de su herencia, me dijo: "Métete a maestra".
¡En qué hora le hice caso! ... Y qué agradecida le estoy.